Aquel sábado salí de
trabajar al mediodía. A mi cuerpo se le antojaba pedalear hacia el Ajusco; montado
en mi roja bicicleta, comencé a devorar negros asfaltos. Todo iba quedando
detrás y nuevas calles la bienvenida me daban. Parecía que todo quería tener
una relación más íntima conmigo: las quesadillas preparadas por doña Rosa en su
negocio situado a un lado de la ciclopista; el pulque que me esperaba
almacenado en garrafones de Electropura. Las sabrosas ideas copulaban en mi
paladar. Quedó atrás la Glorieta de Insurgentes, el Parque Hundido, el Parque
la Bombilla, Ciudad Universitaria, la Villa Olímpica. Salí de Insurgentes y
tomé la calle Corregidora, ahí donde está una tienda Elektra, para atravesar
las cuatro secciones de la colonia Miguel Hidalgo; finalmente pasé por la
colonia Cruz de Farol y llegué a la ciclopista México-Morelos. Ahora ya solo
faltaba poco más de tres kilómetros para degustar unas sublimes garnachas
cocinadas en un comal enardecido por carbón.
Pedí mis habituales
quesadillas: queso, champiñones y quelites. Pero antes solicité un litro de
pulque para domar la sed y el calor que mi sudor denotaba; venían agobiándome. Salsa
roja de molcajete para darle alegría a los guisados que pensaba devorar en no
poco tiempo. La bronca de esta comida es el empanzamiento que le da a uno
cuando la termina, eso sin contar el sueño. Pero como iba con la intención de
disfrutar, pagué la cuenta, fui por la bicicleta y me dispuse a encontrar un
lugar para reposar y relajarme, fumando un buen canuto.
Elegí un sitio desde donde se
divisaba el íntimo amorío de la ciudad y su corrupta atmósfera. Era una bella fotografía a pesar de todo. A un esbelto encino encadené mi bici. Me fui a sentar mientras mi reloj engendraba a las 16 horas. Comencé a liar mi pitillo con la hierba
aun no calada que mi compa Israel me había corrido unos días antes. Ah, que
pérdida de realidad me embargó después
de unas decenas de minutos.
Filosofías, contradicciones y
un eterno camino que únicamente daba rodeos en torno a la vida de un individuo
que parecía engendrado a partir de una costilla mía, un gemelo. De una púrpura
aurora, de la espuma, cual Venus, nacían mis ideas que se multiplicaban en
conceptos ambiguos.
El frío me devolvió a la reserva ecológica de la ciudad. Daban las
21 horas cuando yo arribaba a esta oscura urbe. Una distancia de poco más de 40 kilómetros, utilizando la ciclopista para volver, me separaba de mi hogar.
¡Excelente arranque, tanto en bicicleta como en redacción!
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